¿Por qué nos gustan las canciones de amor?

Juan Alcántara Pohls. Académico del Departamento de Letras (Universidad Iberoamericana)

Cualquiera que haya estado enamorado alguna vez se habrá dado cuenta de que aquello que sentía dentro de sí en los momentos más intensos de su enamoramiento encontraba un eco directo y espontáneo en las innumerables canciones de amor de ayer y de hoy, nacionales y extranjeras, que se transmiten cotidianamente por la radio y que la gente escucha en su casa, en el trabajo y en el transporte. E incluso se habrá sorprendido de que esos sentimientos que consideraba tan especiales y personales se encontraran expresados de la manera más simple y generalizada aun en las canciones de más escasa calidad y burda factura.

Si a esto le añadimos que no sólo las canciones hablan de amor, sino que continua y expresamente las narraciones televisivas, el cine, la literatura, todo tipo de revistas y la misma publicidad aluden al amor, al erotismo y al enamoramiento, tendremos que reconocer que habitualmente vivimos asediados por una omnipresente fabulación del amor, por un susurrar insistente de lo pasional, por una erotósfera que de continuo nos invita a la aventura amorosa, nos la recuerda y nos la promete.

¿A qué obedece esta conjuración universal de los códigos, las representaciones y las fantasías amorosas? ¿Qué recibe cada uno de nosotros de todo ello? ¿Tienen los seres humanos necesidad de someterse a estas incitaciones? ¿Qué papel cumplen realmente las canciones de amor —la exaltación del amor— en nuestra sociedad y en nuestra época? La respuesta a todas estas preguntas es particularmente difícil. Nada nos resulta más arduo de investigar que lo que nos rodea y nos traspasa. Haremos, sin embargo, el intento, sin la esperanza de llegar a la última palabra.

En primer término, habría que señalar que, de manera general, las canciones de amor sí cumplen una función útil y propicia. Forman, por así decirlo, parte de una inducción al amor que consciente o inconscientemente consideramos ineludible: porque el amor es necesario para la preservación y expansión de nuestra especie, y porque, al menos hoy en día, aglutina a hombres y mujeres en parejas destinadas a ser las células básicas de la sociedad. Debido a que, según un moralista clásico, "hay personas que jamás se hubieran enamorado de no haber oído hablar del amor", se justifica crear una atmósfera estimulante que empuje un poco a los que no son capaces de descubrir el amor por sí mismos. En pocas palabras, existen necesariamente formas sociales y culturales —así como complejos lenguajes que las articulan— que hacen aceptables, reconducen y a la vez enmascaran las inevitables e incluso esclavizantes determinaciones biológicas y comunitarias.

Pero la verdad es que posiblemente nunca el amor se ha visto por completo constreñido a sus fundamentos biológicos y sociales. Muy al contrario, parece ofrecerles a los individuos un además que lo hace valioso por sí mismo. A eso es a lo que llamaremos el "mito del amor", una curiosa institución que tiene apenas unos cuantos siglos de existencia, y cuyo prestigio parece haber alcanzado en nuestros días un imperio jamás visto. Para todos nosotros eso es justamente el amor: una experiencia íntima y personal, que más allá de lo comunitario y de lo meramente fisiológico nos sitúa en un ámbito al que puede calificarse estrictamente de humano, una zona que jamás llega a completarse y que, enriquecida por los individuos, se convierte a su vez en patrimonio de todos. De tal manera que no sería posible cancelar el amor sin olvidarse del proyecto inmemorial que hace del ser humano el aventurado y siempre más exigente constructor de sí mismo.

Así, se quiere el amor por el amor mismo, y difícilmente las canciones de amor que cantamos todos los días aluden expresamente a la preservación de la especie o a la formación de la familia. Se desea el thrill amoroso como opción autónoma, incluso destructiva y antinatural, y no nos sorprende nunca que las canciones que más nos agraden sean aquellas en que la pasión amorosa se representa en sus rasgos más dolorosos. El placer con el que se canta aun el desengaño amoroso puede entenderse como la alegría de los individuos frente al descubrimiento y conquista de algo que les es propio: lo humano como autodeterminación y experiencia de la libertad. Sin embargo, pese a la saturación de los lenguajes del amor en nuestros días, estamos muy lejos de estar cultivando esa humanidad renovada y ese afán de libertad. Es muy posible que el bombardeo invasor de los códigos del amor —la repetición fastidiosa de los mismos mensajes y de las mismas canciones— confunda e impida reconocerlo como experiencia verdadera. Aquello que el amor gana en términos de conquista de lo radicalmente humano, la industrialización de los lenguajes del sentimiento lo cancela para ofrecer a cambio el cascarón del amor: lo trivial, lo mecánico y lo arbitrario. El supuesto "romanticismo" de las canciones de moda —término, por lo demás, mal aplicado— no consiste sino en un conjunto de clichés destinados, pobremente, a crear una pobre imagen del amor en el escucha masivo. Por supuesto hay que pagar para que lo formen a uno como "romántico" convencional. Luis Miguel, cuyos discos se venden por millones, más se parece al pulido y brillante engrane de una maquinaria que a esa "alma enternecida" que sugiere su imagen. Su trabajo no es la difusión del amor como fuerza individualizante y acrecentadora, sino la procuración de un sentimentalismo dócil al consumo, neutralizado, igualitario y degradado.

Porque, efectivamente, es un hecho que la industrialización de la expresión amorosa no se hace exclusivamente como negocio. Crea a su vez las condiciones que perpetúan ese negocio y, sin saberlo, colabora con esa "reducción ideológica" y esa "planificación represiva" que atentan contra la individualidad y que, según Juan José Saer, son lo característico de nuestra época. En otras palabras, la producción industrial de canciones sentimentales, con todos sus aparatos, sistemas e instituciones, es en definitiva una forma de control del amor. Se trata de un doble juego: las canciones prometen, sobre el telón de la vida aburrida, y aun miserable, la libertad, la plenitud y la individualidad que otorga la experiencia amorosa, incluso aludiendo a sus aspectos revolucionarios y desestabilizadores; pero a continuación la misma industria actúa contra los fundamentos de esa experiencia, insensibilizando mediante la reproducción mecánica, la creación de consensos masivos y la hipercodificación del género. Se juega con el prestigio revolucionario del amor, con sus aspectos peligrosos y antisociales, se promueve la difusión del "mito del amor", para luego desindividualizar al sujeto y, sin desengañarlo, hacerlo cómplice de la justificación de un sector industrial que una sociedad de verdaderos individuos no toleraría.

No existe, sin embargo, una Oficina Central de Normalización del Amor que dicte tales estrategias. ¿De dónde provienen entonces? Tampoco es probable que esas formas de control que la sociedad inconscientemente ejerce sobre sí misma tengan siempre éxito. El amor se escapa —junto con los individuos. Tan posible es que las malas canciones estimulen una genuina experiencia amorosa, como que a los productores y radioprogramadores se les cuele por error alguna canción de amor verdadero. Aun así, el daño que produce la masificación del lenguaje amoroso es incalculable (para el individuo): fomenta el sentimentalismo como mera respuesta condicionada al estímulo; anula la posibilidad de la emoción matizada, fina, viva y ambivalente; estabiliza y restringe las formas de la percepción y la experiencia del cuerpo; prohíbe la resonancia interior, estrictamente personal; controla el tránsito de material inconsciente hacia la conciencia, racionalizando el amor; empobrece el lenguaje de los enamorados, dejándoles exclusivamente frases hechas; promueve los prejuicios sociales de toda índole y dirige el ámbito de la sexualidad, bajo la máscara de la liberación.

Por lo demás, una generalizada destrucción de los códigos amorosos en favor de las innumerables e irreductibles experiencias individuales sería imposible y supondría la incomunicación. Lo deseable sería la existencia de un vasto consenso, rico, flexible, matizado, alimentado continuamente por los hallazgos expresivos de los testimonios individuales del amor, los cuales, es preciso decirlo, no podrían comunicarse sin participar en alguna medida del consenso.

El éxito de los lenguajes del amor, y nos referimos al proceso de humanización, reside en el problema de la sensibilización: ver más, oír más, pensar mejor, sentir más intensamente. Una buena canción —aunque haya sido compuesta al otro lado del mundo— afina nuestros sentimientos personales. El desequilibrio de nuestros días consistiría en que en gran medida el código del amor está sometido a lógicas externas —las de la profesionalización y la mercadotecnia, por ejemplo— que al ignorar por completo al individuo convierten el consenso (no olvidemos que todo consenso supone la preservación, en alguna medida, de la libertad electiva del individuo) en una imposición mecánica. Así, quien no ha tenido todavía una educación sentimental, no la obtendrá de las melodías de la radio, y confundirá, por ejemplo, las mejores canciones de José José —en las cuales parece haber pruebas inequívocas de pasión amorosa— con los innumerables cantantes que lo han seguido y que cantan ¡cuánto te amo! por seguir las instrucciones de sus productores. En cuanto a los que están ya sensibilizados, no pueden sino experimentar fastidio frente a la repetición y la pobreza.

Ese fastidio puede manifestarse en las canciones mismas. En el rock contemporáneo existen numerosos ejemplos de ironización y rechazo del amor (Love will get you like a case of anthrax, dice una canción de The Gang of Four). E incluso hay músicos que han optado por prescindir de las letras con tal de librarse de la tiranía del lenguaje amoroso. Pero es un hecho que siempre brotarán nuevas y sugerentes canciones. Sería necesario aprender a distinguirlas para separarlas de las falsificaciones desorientadoras. Si uno no se distrae escuchando el tema de la película Titanic —un auténtico himno a la industrialización del amor, hecho con los moldes más convencionales— podrá quizá escuchar Time Out of Time, el disco más reciente de Bob Dylan, testimonio inconfundible de una verdadera experiencia amorosa. En el dolor de Dylan puede distinguirse la imposibilidad de cancelar al individuo; sus canciones representan el triunfo de la fuerza humanizante del amor por encima de la gigantesca y desbocada máquina de fabricación musical.

Juan Alcántara Pohls. "¿Por qué nos gustan las canciones de amor?" Comunidad. [En línea] No. 15, 1999. <http://www.uia.mx/publicaciones/comunidad/15.htm>